domingo, 28 de febrero de 2010

Nuevas ideas en Portugal

martes, 23 de febrero de 2010

Constitución según el régimen antiguo


Constitución según el régimen antiguo
Reflexiones aparte.

“Poder único, religión pública y distinciones sociales permanentes, leyes fundamentales de la existencia de las sociedades civiles”, decía en 1796 el Vizconde Louis de Bonald en su Teoría del Poder Político y Religioso. Es la expresión del pensamiento político tradicional europeo anterior a la Gran Revolución. Para de Bonald se trata de una descripción jurídica y política del antiguo orden social anterior a 1789. El resumen conceptual es bastante conciso, pero ofrece varios elementos importantes que habrá que analizar por separado en las líneas que siguen. Se resumen en él principios de orden político, jurídico y teológico que tuvieron una fuerza muy grande y extensa en una atmósfera del pensamiento político premoderno. Debe subrayarse que en la clase de pensamiento del que Vizconde de Bonald es reprsentante, el orden jurídico se sostenía en una concepción metafísica en la que la vida humana y las instituciones sociales adquirían su sentido y su orientación en base a un orden trascendente, que involucraba el sentido mismo de la vida del hombre y la naturaleza, y del que la ciudad era reflejo. Se consideraba que el orden social estaba basado en un orden más allá de toda decisión humana.

Esta particular visión del orden público que venimos de resumir, como ya habrá podido percibir el lector, es abiertamente contraria a los postulados filosóficos que nacen como consecuencia del pensamiento moderno, en particular de la Ilustración del siglo XVIII, cuyo cenit político tuvo lugar justamente en Francia. Su manifestación en el pensamiento social es el racionalismo, que era a su vez dependiente de una imagen mecanicista y científica del orden cósmico y, por lo tanto, del orden social. No en vano fue Francia, la cuna del racionalismo, el lugar social donde acaeció la Gran Revolución. Los principios metafísicos ilustrados son aquellos que terminan por afirmar el republicanismo. La Revolución es el gran paso de la metafísica como ordenadora del mundo humano a su reemplazo por una concepción racionalista ilustrada; es el paso del sistema político religioso al sistema político mecanicista. Con la nueva metafísica aparecen también como su corolario el Estado laico, los derechos individuales y la igualdad como principios básicos en la actual configuración constitucional de los Estados de Derecho.

Ciertamente los principios o leyes enunciados al inicio, al entender del Vizconde Luis de Bonald, no eran solamente parte sustancial del armazón jurídico del antiguo Reino del Francia, del cual era súbdito, sino también el sustento metafísico de toda cultura posible, de toda civilización y agrupación humana que pudiera adquirir una situación de existencia jurídica. El mundo jurídico es el mundo metafísicamente orientado. Es el mundo del orden “legítimo”. En términos de Bonald, el mundo ordenado de manera legítima se deja llevar dócilmente por las directivas de las leyes de la Naturaleza y de la Divinidad. Por eso añade de Bonald a su afirmación un escueto resumen argumentativo:


“1. Porque (las sociedades) están fundadas sobre la naturaleza del hombre moral y del hombre físico, elementos de toda sociedad.

2. Porque este tipo se va encontrando en todas las sociedades”


La idea de un orden metafísico trascendente como fuente orientadora del orden jurídico sería una idea universal, constitutiva de la naturaleza humana.

Consideramos que es por esta última observación que se entendía antiguamente que las tres leyes formuladas por de Bonald tenían un sustento y un alcance universales. No en el sentido racionalista moderno, tomado de las ciencias naturales modernas, de la ciencia positiva y el mecanicismo, sino en un sentido cósmico, independiente de las particulares formas en que puedan haberse concretado los principios metafísicos que unen al hombre con la trascendencia en cada civilización. Es un hecho cierto que, por ejemplo, nunca hubo contactos de cualquier tipo entre el Imperio chino y el Imperio de los Incas. Pero extraña sorprendentemente para el razonamiento imparcial que ambos Imperios, tan diversos en raza, clima, geografía e historia, en sus estructuras políticas, sociales y religiosas, en cambio, tengan mucho en común. En efecto: En la China antigua y el régimen de los Incas había un Emperador, y para ambas culturas se entendía que este personaje era el eje central en la toma de decisiones políticas y militares; el emperador fungía para ambas culturas de lazo, de puente entre el mundo del hombre y la divinidad y, por lo mismo, se le consideraba, bien como hijo del Sol (en el Incario) o bien como hijo del Cielo (en la Imperio de la China), afirmando categóricamente de esta manera que su potestad venía de Dios; con un orden social estructurado jerárquicamente: un pueblo agricultor y comerciante, una nobleza guerrera y gobernante, con un estamento clerical establecido. En ambas culturas los sacerdotes tenían una gran influencia y relevancia social. De hecho, hay una extraordinaria reiteración de estos datos en todas las culturas.

Bonald se sorprendía de estas increíbles semejanzas no menos que nosotros; de hecho, le hacían pensar que se trataba de universalidades en el orden de la vida jurídica del hombre mismo, de la naturaleza humana en tanto ordenada socialmente. En esta posición acompaña a de Bonald otro gran pensador de la época de la Gran Revolución, el Conde Joseph de Maistre. Según de Maistre, regularidades como las que hemos anotado expresan que tales órdenes políticos con mediaciones religiosas y un poder intermediario entre el hombre y una dimensión trascendente tienen una configuración que se adecua necesariamente a los requerimientos de la Ley Natural; esta Ley Natural correspondería a una estructura teleológica que posee la naturaleza de cada cosa creada por Dios. En términos más modernos, que le da un sentido completo a la existencia humana y al orden social que la sostiene. De esta manera se entendía que la sociedad se insertaba en el mecanismo total de la naturaleza, pretendiendo ser un reflejo, una imitación de ella, y el hombre, como también el razonamiento jurídico y político, son parte de ese gran orden cósmico que es regulado desde la eternidad por la divinidad rectora y creadora. Es por ello que el fundamento de este tipo de sociedades es el orden y la armonía, cada cosa, cada ser en su debido lugar, integrándose de esta manera y de forma amplia y total con el conjunto de la estructura del cosmos.

El orden social en el Occidente cristiano antes de la Gran Revolución era visto como un espejo del Cielo, reflejo del Reino de Dios que se hace de alguna manera ya presente entre nosotros, como una antesala de la Ciudad de Dios. Se trataba de una concepción teleológica de la vida humana, que colocaba su término en el fin de los tiempos, pero que a la vez tenía una existencia anticipada en la Cristiandad. Hay ciertos aspectos de esta concepción que eran herencia tanto de la Antigüedad grecorromana como del Cristianismo. En este sentido, se pensaba que el orden social dentro de la Cristiandad europea estaba regulado, de manera indirecta, por Cristo mismo, como Rey del universo. De alguna manera era Cristo mismo quien gobernaba y regulaba el mundo político, de modo particular a través de la Iglesia y de su orden jerárquico institucional, el Papado. El reinando de Cristo abarcaba todos los aspectos de la vida humana. Esto es lo que, en último término, pretendía reproducir el Sacro Imperio Romano Germánico en la Edad Media. En la concepción tradicional cristiana el Sacro Emperador encarnaba una figura bíblica. Era el katechon, el sello, del que habla San Pablo en su segunda carta a los Tesalonicenses y que impediría o retardaría la llegada del Anticristo. La organización social se estructura según el modelo celestial y las leyes civiles no son más que una extensión temporal de las inmutables y eternas leyes de Dios. El razonamiento político y jurídico está estrechamente ligado a lo teológico, como también, por lo demás, las disputas y las querellas son compuestas según los patrones que ordena la religión y la justicia, entendida esta última a la manera romana, es decir, como equitas distribuidora de bienes con un sentido metafísico.

“Poder único, religión pública y distinciones sociales permanentes, leyes fundamentales de la existencia de las sociedades civiles”, decía en 1796 el Vizconde Louis de Bonald en su Teoría del Poder Político y Religioso. Es hora de reconsiderar.

jueves, 18 de febrero de 2010

Alliance Royale, ¿la nueva política europea?

viernes, 12 de febrero de 2010

Valores en la posmodernidad: John Gray, Luis Villoro e Isaías Berlin



Valores en la posmodernidad
Gray, Villoro y Berlin


Juan Villamón
Universidad Ricardo Palma (Lima)



En adelante vamos a intentar el abordaje del tema de los valores morales en el contexto de la posmodernidad y la sociedad de la información, en diálogo con los liberales Isaías Berlin, John Gray y Luis Villoro. Vamos a partir del presupuesto de que hay valores, que éstos tienen una pertinencia significativa para definir los horizontes de identidad y que son parte del conjunto de referentes que dan sentido a la existencia humana. En la constitución de identidades es posible hacer un enfoque bastante variado de qué son o cómo definimos los valores. Incluso podemos afirmar que hay una diversidad de valores; podemos citar desde valores de tipo biológico hasta valores espirituales, según preferencias culturales y énfasis. Como una cuestión metodológica, vamos a suponer que la esfera de valores debe remitirse a cuestiones relativas a la identidad. Desde esta óptica abordaremos los problemas de la universalidad de los valores, la relatividad de los valores en la construcción de identidades individuales, la cuestión de los valores respecto del conocimiento y las condiciones de trabajo.

Partamos de la definición de los valores de acuerdo a un estudio del filósofo mexicano Luis Villoro, El poder y el valor, fundamentos de la ética política (1997). En este texto Villoro propone que los valores son elementos articuladores de la vida humana, que pueden ser descritos en términos de reglas, costumbres e ideales de los que participamos en ciertas comunidades de personas. En el transcurso de la vida participamos de los valores como elementos integradores de la vida en sociedad, de tal manera que si sustrajéramos la trama formada por los valores la relación de las personas entre sí en una sociedad no sería posible. Como es fácil observar, estamos ante significados sociales una de cuyas características más básicas es la regularidad, es decir, su permanencia a lo largo del tiempo. En realidad los valores así entendidos definen una cierta organización del espacio, el tiempo, el significado de la vida social y la comunicación, estableciendo lo que bien podemos denominar “el mundo cultural”. ¿Cuál es el aporte específico del valor en el mundo cultural? Creemos ser leales a Villoro si interpretamos que el valor asegura la racionalidad del mundo cultural, entendiendo por “racionalidad” pensar la solución o mitigación de las relaciones del conflicto.

La definición del valor como regulador de la racionalidad del mundo cultural que hemos tomado de Villoro no puede aplicarse de manera indiscriminada. Si el mundo cultural regula el espacio-tiempo para resolver los conflictos, un mundo marcado por la tecnología y por la modificación del concepto espacio-tiempo habrá modificado también su concepto de lo que es un valor, o habrá creado o establecido valores en función de la nueva noción de espacio-tiempo. Partimos del presupuesto fuerte de que en la posmodernidad ha cambiado la naturaleza de los conflictos. ¿En qué han cambiado? Están afectados, marcados en especial la tecnología relativa a la información, a la velocidad de la transmisión de mensajes. En este sentido, es racional reconocer que existe una conflictividad inherente a todo lo tecnológico, vinculada con la técnica en general. Los valores como articuladores del mundo cultural hacen que grupos de personas compartan un conjunto de valores, creencias, puntos de vista sobre el mundo en general, aceptando además sistemas de símbolos. Añadamos que se trata de un horizonte simbólico de transmisión de mensajes y significados que se aprenden y transmiten, que configuran identidades y tienen una cierta densidad moral que es relativa a su racionalidad. La pregunta es: ¿Aumenta la conflictividad gracias a las nuevas tecnologías de la información? Nuestro punto de vista es que hay una persistencia de la atribución de ciertos valores que preserva sectores enteros del mundo social que podrían ser liquidados por la tecnología, que tiende a neutralizarlos.

Respecto de los valores y el espacio-tiempo, y respecto de la racionalidad del mundo cultural, vamos a adoptar el punto de vista universalista, que vamos a ejemplificar con Isaiah Berlin, según la cual los valores respaldarían un consenso moral en todas las circunstancias posibles. Como vamos a ver, esta posición no satisface las condiciones de la condición posmoderna, que enfatiza la fragilidad de los consensos en torno de los valores. El universalismo en los cambios en el concepto de espacio-tiempo introducidos por las nuevas tecnologías de la comunicación y la sociedad de la información no modificarían sustancialmente el recurso a los valores como la racionalidad para resolver conflictos; es obvio que se alterarían las condiciones del reconocimiento y que aumentarían los conflictos. Para esto último vamos a precisar una teoría complementaria, la concepción genética de los valores según el liberal John Gray.



Según Berlín, existen valores que podemos llamar “objetivos”, sean éstos morales o sociales (Libertad y necesidad en la historia, 1974). Berlin sostiene que los valores serían eternos y universales, no serían alterados por los cambios de la historia y serían accesibles a todo ser racional. Es más. Según Berlin, los valores serían la posibilidad para comunicarnos con otros. El carácter moral de los valores radicaría en la libertad de su adhesión por parte del individuo. No habría –según Berlin- ningún valor superior al individuo. Es extraño que Berlin nos se cuestione lo que su universalismo significa. Si seguimos el hilo conductor de este razonamiento habría que asumir como universalmente válida una moral determinada. De un lado se ofrece el concepto de un hombre homogéneo desde el punto de vista cultural. Berlin, pues, no ve incompatibilidad alguna entre una sociedad regulada por normas racionales universales y el cultivo de la particularidad. La cantidad de conflictos parecería así estar relacionada con la universalidad de los valores. Una sociedad con un mundo cultural más universalista debía ser menos conflictiva que una sociedad que estuviera articulada con otra clase de valores. En Berlin esto se traduce en un problema de validez de las reglas. El valor asegura la racionalidad de los sistemas prácticos en el quehacer cotidiano. Si algunos grupos de personas se identifican por rasgos particulares, estaríamos en términos de posibilidades estadísticas, ignorando lo que es humano en ellos: sus juicios de valor, sus decisiones, sus diferentes concepciones de la vida. Nos parece que esta presentación universalista de los valores es de un optimismo exagerada y que presupone una aplicación del método científico que describe, clasifica y predice, aunque no explique nada. En este caso: ¿por qué tenemos (graves) conflictos en las sociedades posmodernas?

Ya se ha hecho notar, dentro de la propia vertiente liberal que Berlin representa, que cuando hablamos de cuestiones prácticas, los seres humanos no son lo suficientemente convergentes en sus juicios comprometidos con el bienestar de la humanidad como para poder llegar a un consenso que podamos llamar “universal”. ¿Cómo explicamos la hegemonía de valores que se llamen “universales”? Esta pregunta nos va a conducir a una concepción de los valores universales de tipo genético, que encontramos en John Gray: Las dos caras del liberalismo, una nueva interpretación de la tolerancia liberal ( 2001, edición castellana).

Es una cuestión de experiencia que no hay una única clase de vida que pueda ser considerada “la mejor” para toda la especie humana. Esta afirmación no es menos aplicable a la actualidad que a otros tiempos o latitudes. Pero, ¿qué sucede si nos enfocamos en el presente, en la época de la revolución en las tecnologías de la comunicación? En el mundo de hoy hay una disociación entre las prácticas culturales y el nuevo concepto de espacio-tiempo, que amplía los referentes, haciendo accesibles valores de culturas diversas en un espacio común. Las condiciones para la formación del medio cultural en la posmodernidad han cambiado; los referentes de identidad se han vuelto virtuales, lo que afecta también la formación de los valores. En una sociedad con un medio cultural posmoderno la adquisición de los referentes que constituyen la identidad han perdido su vínculo con la tradición. Si seguimos a Berlin, los valores deberían haberse vuelto universales, pero lo que parece suceder es lo opuesto: Los referentes, que pueden proceder de cualquier lugar o tiempo, se han vuelto arbitrarios, ya que actuamos según necesidades y propósitos personales. En lugar de universalidad, encontramos arbitrariedad. Esta contradicción es resuelta por Gray por medio de una teoría genética de adquisición de los valores.

En condiciones ordinarias, los seres humanos difieren demasiado como para respaldar un consenso universal en los valores. En el contexto de la posmodernidad no tenemos por qué esperar un solo concepto convergente de valor. Según John Gray, que es un experto en teoría liberal, el problema de la universalidad de los valores se resuelve apelando a conceptos relativos a la adquisición de los valores. De acuerdo con Gray, podemos robustecer los conceptos que tenemos respecto a los valores sobre la base de nuestra propia experiencia. Su propuesta implica una suerte de orientación en nuestros valores. Según Gray, habría que seleccionar los valores que aparecen en la práctica social y adoptar los más universales. Es de esperarse que nuestros valores estén en gran parte comprometidos con la sociedad en la que nos desarrollamos y, por lo tanto, una parte del significado de los valores tiene que ver con nuestra libertad para adherirnos o no a unos valores más que a otros. El carácter de pertinencia y universalidad de los valores dependería de una decisión que podría finalmente ser confirmada o descartada por la praxis social. Podríamos experimentar valores y medir su pertinencia por su efectividad, sabiendo a posteriori si nuestra adhesión ha sido la correcta. En definitiva, Gray, a diferencia de Berlin, cree que la fuerza moral de los valores universales depende de la práctica. ¿Es sostenible esta posición de Gray? ¿Puede explicar Gray los conflictos propios del mundo posmoderno?



Estamos de acuerdo con Gray en el sentido de que las prácticas sociales son un filtro razonable para seleccionar valores. Pero su teoría no explica la universalidad de los valores y tampoco explica cómo los valores de nuestra época enfrentan, resuelven o provocan conflictos, que es nuestro tema principal. En realidad, muy al contrario de lo que Gray sostiene, consideramos que su teoría genética de los valores universales nos ayuda a deducir que no podemos construir una teoría unificadora de los valores. Estamos en el contexto del nuevo espacio-tiempo. Los diversos sujetos tienen a la mano nuevas tecnologías que les permiten informarse ilimitadamente e interactuar de manera virtual con personas de diversas culturas. Adquieren aún cultura, como en los tiempos anteriores, pero ésta ya no es concreta, pues sus referentes se han diluido y diversificado. Aceptemos que aún los sujetos tienen un medio cultural. Hay racionalidad. En la medida de la variedad de los referentes culturales, ¿cómo podemos describir exitosamente la adquisición de valores? No puede ser por la adherencia a un conjunto de prácticas y creencias, pues ese conjunto no estaría definido. Podemos hacerlo entonces por la capacidad de resolver conflictos, que es lo que se supone que hacen los valores cuando uno ya los ha adquirido. Supongamos que en la praxis social ya hemos seleccionado algunos valores como “los mejores”. Pero nos encontramos con que la sociedad posmoderna está llena de conflictos, étnicos, de género, culturales, religiosos, etc. Entonces, un autor como Berlin o Gray está en el dilema de que, o bien no tenemos valores, o bien éstos no son universales.

Si hacemos un acercamiento benévolo a Berlin y Gray, podemos considerar que en el contexto de un nuevo concepto de espacio-tiempo hay nuevos valores, o se gestan valores más difusos pues, aunque hay una cantidad grande de conflictos, predomina el intercambio ordenado y pacífico. Una hipótesis sería que los diferentes sujetos resuelven sus conflictos de manera distinta, que hay nuevas identidades o que los valores universales del pasado se han visto enriquecidos. Pero este optimismo nos fuerza también a aceptar la presencia de una debilidad epistemológica en las versiones universalistas, que tal vez tengan relación con la concepción general de la posmodernidad como un tiempo en que el fundamento se ha disuelto y no hay verdad universal. Este razonamiento puede salvar el universalismo, en una visión “débil”, a la vez que aprovechar el modelo genético de Gray, explicar cómo se resuelven los conflictos y por qué, a pesar de ciertas características de universalidad, los conflictos persisten en el mundo actual y no pueden ser resueltos de una manera plena. Tal vez hay que coexistir con los conflictos de una manera novedosa.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Congreso Internacional Filosofías desde el Sur: Resistencias y contrahegemonía

La Coalición considera oportuno anuncia a sus suscriptores:

CONGRESO INTERNACIONAL
FILOSOFÍAS DESDE EL SUR:
RESISTENCIAS Y CONTRAHEGEMONÍA

10 Y 11 de febrero 2010

SOLAR, REVISTA DE FILOSOFÍA IBEROAMERICANA

www.revistasolar.com.pe

ESCUELA DE FILOSOFÍA
UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS

CENTRO CULTURAL DE ESPAÑA, LIMA



LUGAR: REPERTORIO BIBLIOGRÁFICO

Facultad de Letras y Ciencias


miércoles, 3 de febrero de 2010

Teología Política de Carl Schmitt: Nueva traducción





La Coalición se complace en presentar una nueva traducción de Teología Política I y II por la editorial Trotta.




La presente edición ofrece los dos escritos consagrados por Carl Schmitt a la cuestión de la teología política: Teología política. Cuatro capítulos sobre la doctrina de la soberanía (1922) y Teología política II. La leyenda de la liquidación de toda teología política (1969).

En el primero, asumiendo la analogía estructural entre la noción política de soberanía y la noción teológica de la potencia absoluta de Dios, Schmitt establece que el soberano personal es el único capaz de decidir sobre el estado de excepción con vistas a garantizar el orden del Estado. Tal sería la conclusión, en la secuela de Hobbes, del triunfo moderno de los políticos sobre los teólogos en la lucha por el derecho a la reforma. En la situación contemporánea, que Schmitt entiende desde el predominio de lo político como enfrentamiento entre amigo y enemigo, la forma política del catolicismo implicaría la subordinación del orden religioso al nuevo Leviatán.

El segundo ensayo constituye la réplica tardía, pero coherente con su diagnóstico histórico, de Schmitt a la posición de Erik Peterson en su trabajo El monoteísmo como problema político (Trotta, 1999), en el que éste había pretendido probar «la imposibilidad teológica de una ‘teología política’». Detrás de este «ataque parto» de Peterson contra Schmitt se escondía el momento de inflexión de 1933 y la adhesión o el rechazo a la figura del Führer.

La Teología política de Schmitt representa un documento central de la vida intelectual europea, que alcanza al problema de la legitimidad de la Modernidad y a la discusión sobre las vías muertas del proceso de secularización.

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